probabilidades de llegar a ser un país desarrollado. Ahora: es percibido, si
no como un Estado fallido, sí ciertamente como una nación en la que vastas
regiones e importantes instituciones están controladas por algunos de los
criminales más poderosos y crueles del planeta. ¿Qué pasó? La respuesta no
concierne solamente a los mexicanos. Estados Unidos y Europa, por ser
grandes consumidores de drogas, también están tocados por lo que sucede en
México, al igual que el resto de América Latina.
Una respuesta frecuente es que la actual tragedia mexicana es el resultado
de décadas de tolerancia frente a los narcotraficantes. Hubo un pacto tácito
de no agresión que políticos, gobernantes, medios de comunicación y líderes
empresariales mantuvieron con los carteles. Otros argumentan que esto es
culpa del presidente Felipe Calderón, quien, sin un plan claro, le declaró
la guerra a los narcotraficantes, rompiendo así el equilibrio que mantuvo al
país en relativa calma durante años. Otra explicación es que la enfermedad
de México es importada: "Son los gringos. Estados Unidos importa la droga,
nos genera criminales riquísimos y nos exporta libremente las ametralladoras
que nos están matando", me dijo un amigo mexicano. La mala situación
económica también es señalada como causa. Es un problema de valores, dicen
otros. El presidente Felipe Calderón, por ejemplo, declaró hace poco que hay
que seguir combatiendo a los criminales y fortalecer las instituciones, pero
insistió en que lo más importante es reconstruir los valores de la sociedad.
"Les cuento algo que hace reflexionar", dijo el presidente. "Capturamos un
criminal que tiene 19 años de edad y llegó a declarar que él ha asesinado a
más de 200 personas".
¿Quién tiene razón? Todos. No hay duda de que, durante décadas, los
dirigentes mexicanos sucumbieron a la tentación de creer que su país era tan
solo un "lugar de tránsito" entre los productores andinos y los consumidores
estadounidenses. La ilusión enmascara el hecho de que los criminales a cargo
del "tránsito" se hacen ricos y poderosos e inevitablemente terminan por
controlar a políticos, jueces, generales, gobernadores, alcaldes, policías,
medios de comunicación y hasta bancos. Además, en todos los países "de
tránsito" parte del inventario es consumido localmente y parte de las
importaciones es sustituida por producción local. También es cierto que el
presidente Calderón "alborotó el avispero" y, al atacar a los carteles,
desencadenó esta terrible guerra. Pero igual de cierto es que, de no haberlo
hecho, el secuestro del Estado mexicano por parte de los criminales hubiese
sido completo. Los feroces críticos del presidente no parecen darle mucha
importancia a la urgente necesidad de contener la criminalización del
Estado. Según ellos, el precio que ha pagado el país ha sido demasiado alto
y los éxitos de Calderón en recuperar las instituciones públicas tomadas por
los criminales son limitados y serán, en todo caso, efímeros.
Lamentablemente, muchos mexicanos, espantados por los horrores cotidianos y
seducidos por las promesas de un regreso a la calma "si se negocia con los
carteles", han abandonado a su presidente. Así, una guerra que ha debido, y
debe ser, de toda la sociedad decente se ha convertido en "la guerra de
Calderón". Y Calderón no la puede ganar solo. Rescatar para la decencia
espacios que ahora están en manos criminales requiere de tiempo, sacrificios
y el concurso de todos -políticos y líderes sociales, periodistas y
militares, sindicalistas y empresarios, amas de casa y universitarios-. Esta
no es la guerra de Calderón; debe ser la guerra de todo México. Pero los
mexicanos están agobiados por décadas de frustración económica, expectativas
de progreso que no se cumplen y políticos y políticas mediocres. Las
estadísticas de asesinatos ocupan, con razón, los titulares.
Hay otros datos sobre México que también son sorprendentes: en el 94% de los
municipios del país no hay librerías y el índice de lectores de libros es
uno de los más bajos de América Latina. Según la Universidad Johns Hopkins,
México tiene uno de los porcentajes más bajos del mundo de población activa
ocupada en organizaciones civiles (0,04% en México; más del 2% en Perú y
Colombia). Traigo a colación estos datos solo para sugerir que el problema
de México y su guerra tiene múltiples ramificaciones que van desde la
política de Estados Unidos sobre drogas o venta de armas hasta el consumo de
libros o la precariedad de su sociedad civil organizada.
Para todo esto no hay soluciones simples, rápidas y que quepan en un
párrafo. Pero la ineludible realidad es que el problema no es del presidente
de turno. Es del país.
MOISÉS NAÍM 17/04/2011
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